viernes, 23 de marzo de 2012

¿Por qué tenemos que ser escépticos?

Publicado por Street Alicante Science - 1 comentarios

JORGE ALCALDE.- El escepticismo es una cualidad devaluada. Pensamos en una persona prototípicamente escéptica y nos viene a la cabeza un hombre triste, serio, indagador, en sospecha permanente, algo entrado en años y escaso de cabellera, embutido en su sempiterno traje gris y chinchón. Un cara vinagre.


Sin embargo, los ciudadanos de a pie somos, afortunadamente, escépticos impenitentes. El escepticismo aflora por doquier. Los que nos dedicamos a la agridulce profesión del periodismo sufrimos a menudo el escepticismo de nuestros congéneres. Habitualmente, no nos creen. Y a veces con razón. Algunos colegas han colocado a pulso nuestra profesión en los límites de credibilidad más bajos de la historia: “¡estos periodistas!, No puedes fiarte de ellos”.

Cuando alguien me espeta una frase tal (y por desgracia ocurre más habitualmente de lo que me gustaría) trato de elogiar en mi interlocutor su inteligente rapto de escepticismo.

Haces bien en no creernos. En realidad haces bien en no creerte casi nada de antemano”.

Podemos creernos las cosas por la autoridad de quien nos habla. Pero entonces estaremos renunciando a una de las facultades más divertidas que la evolución ha regalado a nuestra especie: la de pensar por nosotros mismos. La de aportar nuestro pequeño y modesto grano de arena al racimo de memes que nuestra generación atesora.

Podemos también creernos las cosas porque nos las han revelado. Las revelaciones son fuentes habituales de autoridad. Alguien nos dice que “tiene un pálpito” y tendemos a creer que lo que nos dice alberga algún viso remoto de credibilidad. Si el agente del pálpito adorna sus cualidades con una jerga especial, la pertenencia a un grupo exclusivo, la envoltura de un halo esotérico…la autoridad del pálpito se acrecienta.

Sucede, sin embargo, que cuanto más sensible es para nosotros la información que nos dan, mayor es el grado de escepticismo espontáneo que nuestra mente pone en juego. Los pálpitos, con gaseosa. No permitimos por ejemplo a nuestro médico que nos diga que “tiene un pálpito” de que la mancha hallada en la radiografía torácica que acaba de hacernos es benigna. No permitimos a nuestro abogado que nos diga que “tiene el pálpito” de que Hacienda no va a revisar nunca la declaración de nuestros impuestos. Ni siquiera aceptamos al vendedor de nuestro nuevo coche de segunda mano que acuda a los pálpitos para asegurarnos que el vehículo está en perfecto estado.

Y aún así el mundo está lleno de pálpitos, de mensajes no basados en la evidencia, de soluciones apresuradas y especulativas ante los problemas más extraordinarios. El mundo está lleno de terrenucos en los que el escepticismo se ha difuminado.

Un mundo sin escépticos no sería sostenible. Un mundo sin periodistas que dudan de las versiones oficiales de los políticos y de políticos que dudan de las versiones oficiales de los gobiernos. Un mundo sin asociaciones de consumidores que buscan con rigor la trampa oculta detrás de la letra pequeña, sin ciudadanos que revisan la vuelta que les da el tendero, de tenderos que comprueban el buen estado de la mercancía que venden. Un mundo sin niños que se esconden detrás de la puerta para pillar in fraganti a los Reyes Magos, sin maestros que ponen exámenes para comprobar la buena evolución de los alumnos.

No es que no nos fiemos del prójimo. No. El mundo no tiene que ser necesariamente un territorio sin ley lleno de personas dispuestas a engañarnos a la primera de cambio. Si el inversor en bolsa pide informes independientes del estado de salud de una empresa o el médico pide una segunda opinión diagnóstica es porque pertenecen a la que pasa por ser la especie más inteligente del planeta, la única que se permite convertir la duda en método.

Los científicos han elevado el escepticismo a categoría de obra de arte. Hasta el punto de que, si se comportan del modo correcto, terminan por no fiarse ni de sí mismos. Han elaborado un método de trabajo único. Todo lo que hacen, todo lo que descubren, todo lo que teorizan debe estar sometido al escepticismo de sus compañeros. Cada vez que un equipo de científicos propone un nuevo hallazgo ha de incluir en su propuesta las probables razones por las cuales su idea podría estar equivocada. Deben ponérselo fácil a sus colegas en la tarea de demostrar que se han equivocado. Su tesis seguirá siendo válida mientras no haya nadie que demuestre lo contrario.

Quizás por ello, los científicos han desarrollado un finísimo olfato escéptico, una especie de lupa que les permite observar el mundo con ciertas garantías de que no les van a engañar. Evidentemente, no son infalibles. Y les engañan. O se engañan a sí mismos.

El escepticismo es una herramienta poderosa y frágil a la vez, como la fuerza de gravedad: capaz de mantener unidos los planetas y de aproximar dos galaxias hasta hacerlas colisionar y, sin embargo, incapaz de dejar nuestro trasero pegado a la silla si los músculos del glúteo y de las piernas, pequeños y torpes, se empeñan en que nos levantemos.
El escepticismo puede perecer por muchos motivos: por falta de educación crítica, por falta de tiempo, por pereza… La peor forma de perder el escepticismo en, en cualquier caso, por desesperanza. Los seres agobiados, desesperanzados, angustiados por su realidad, apenados por una desgracia, sufrientes, en estado crítico… son seres condenados a sufrir la terrible tentación de la credulidad. Y es comprensible, y nos compadecemos de ellos.

Nadie puede tener nada contra la madre que acude a la consulta de un chamán en busca de una solución para la enfermedad del hijo al que los médicos han desahuciado. No tiene sentido que exijamos que sea escéptica, que piense que realmente la solución milagrosa que le están ofreciendo no es más que una sarta de embustes. Como tampoco podemos condenar al arruinado, al abandonado por el amor, al solitario, cuando buscan consuelo en el horóscopo del día o consejo en las cartas del Tarot. El científico francés Henri Poincaré lo definió sublimemente: “También nosotros sabemos cuán cruel puede ser en ocasiones la verdad, y nos preguntamos cuánto más consolador es el engaño”.

Los vendedores de supercherías son hábiles en la tarea de pulsar los rincones del alma en los que el escepticismo flaquea. Nadie acude a un gurú esotérico a confesarle: “soy feliz, mi vida es plena, tengo todo lo que necesito”. Nadie pide a la echadora de cartas que el Tarot le cuente que esta mañana se ha levantado como siempre, ha llevado a los niños al colegio y ha iniciado una jornada de trabajo agradable y llena de éxitos como todas.

El mundo de lo paranormal está siempre ahí dispuesto a ayudarte si estás en apuros, si estás desesperado. En el fondo, las sociedades que han perdido el escepticismo ante lo mágico son sociedades algo más desesperadas.

La Edad Media era un paraíso de las ideas esotéricas e irracionales: se consumían brebajes para enamorar, se consultaban oráculos en las estrellas, en las tripas de los animales o en los posos de las infusiones, se asesinaba en la hoguera a personas acusadas de contaminar las aguas, de arruinar los cultivos o de hacer cambiar el clima.

Pero los siglos posteriores pudieron ver abrirse paso un nuevo método para identificar las ideas racionales, eliminar las irracionales y favorecer el crecimiento de la sabiduría. El método científico es la base intelectual del mundo en el que vivimos. Cuando aún no existía, la esperanza media de vida al nacer de un europeo era de 34 años, hoy supera los 80. Hoy no morimos de ninguna de las enfermedades más comunes entonces, y nuestros hijos tienden por naturaleza a sobrevivir al parto justo lo contrario de aquella época oscura. Habremos de convenir que el método científico, cabalgando a lomos del escepticismo, nos ha traído un mundo mejor.

No es bueno confundir escepticismo con inmovilismo. La ciencia es escéptica justo hasta el momento en el que toca ilusionarse con una nueva idea. De hecho, en los círculos científicos la frase preferida de un buen investigador es “tienes razón, voy a replantear mis cálculos. Estaba equivocado” ¿Se imaginan esas palabras en boca de un político?

Gracias al equilibrio entre escepticismo y apertura de mente, la ciencia ha podido derribar muros intelectuales supuestamente infranqueables. Ha podido convencer siglo a siglo a los guardianes de la cultura y de la moral de que la Tierra no es el centro del Universo una idea poderosa que dotaba a los seres humanos de una posición única. Nos ha convencido de que ni siquiera nuestro Sol es la capital del Cosmos. Sencillamente es una más de los miles de millones de estrellas que existen y, para colmo, no es de las más lustrosas. El escepticismo científico nos ha descubierto que los seres humanos no somos la cúspide de la creación. Al contrario, vinimos a este mundo hace un suspiro y compartimos origen con el resto de las especies: desde las lechugas a las musarañas.

Ni siquiera somos algo especialmente diseñado: nuestro diseño responde a las mismas leyes genéticas que gobiernan cualquier otro tipo de vida, nuestros genes están hechos del mismo material que los genes de una rata de cloaca.

De todo eso ha sido capaz el escepticismo. Ha costado unos cuantos siglos, pero lo ha logrado. Y aún le quedan muchas batallas por ganar. Ha de convencernos de que la conciencia humana es una manifestación de un sustrato físico que habita en el pequeño mundo de las neuronas y que, quizás, cuando nos emocionamos escuchando Un bel di vedremo de Madama Butterfly, cuando sentimos la presencia de la mujer amada arrastrando sus sordos pies descalzos sobre suelo enmoquetado, cuando nos estremece el acto litúrgico ante el altar, no estemos haciendo nada diferente a los que hacen las hembras de león cuando lamen a sus crías: disfrutar de una catarata de reacciones bioquímicas diseñadas por la evolución para sobrevivir.

El último asalto del escepticismo a nuestra escala de valores secularmente instalada puede ser relativizar otro de nuestros tesoros más preciados: la cultura. ¿Y si la necesidad de cultura no fuera más que una pulsión genética? ¿Y si el apetito por saber fuera una estrategia de nuestros genes para mantenernos vivos, del mismo modo que el apetito por comer es un instinto que empuja a al oso a salir del confort de su cueva, a moverse y arriesgar su vida, o el apetito sexual es la única manera concebible capaz de hacer que un sapo se decida a esparcir sus genes entre los huevos infertilizados de la hembra? ¿Y si el propio escepticismo no fuera una cualidad suprema de la mente humana, sino una estrategia de supervivencia diseñada en el tiempo en el que compartíamos genes con los animales acuáticos hace 450 millones de años, pero adaptada a nuestro devenir: perdimos las agallas para respirar, pero desarrollamos la capacidad de dudar?

La lupa escéptica, puesta sobre sí misma, ¿qué imagen arrojaría? “Sólo el escepticismo le impedía ser atea”, decía Sastre de su abuela. Sólo el escepticismo impide a la ciencia renunciar al misterio, a la magia y la fascinación.

Y tú, ¿StAS o no StAS?

*Jorge Alcalde es el Director de la Revista QUO.

1 comentarios:

Bea. dijo...

Simplemente brillante.
Adopto para mí la definición de "escéptica impenitente".

Voy a compartirlo.

Gracias.